Trabajo infantil y explotación laboral en el azúcar de Guatemala.
Tomado de:
(http://www.plazapublica.com.gt/content/trabajo-infantil-y-explotacion-laboral-en-el-azucar-de-guatemala )
(http://www.plazapublica.com.gt/content/trabajo-infantil-y-explotacion-laboral-en-el-azucar-de-guatemala )
I) La crónica desde la finca
A primera vista, Kennedy S. podría estar saliendo del colegio con la cara sucia después de jugar con pinturas, protegido del sol con una gorra y cargando una pequeña mochila. Es un niño de 12 años que le sonríe a todo aquel con quien se cruza por el camino. Nada en él llamaría la atención si no se mantuviese apoyado en un machete que, clavado en el suelo, le llega hasta la cintura y delata su ocupación.
Kennedy no viene de la escuela. Trabaja en la zafra del azúcar desde los 11 años. “Hago dos surcos yo solo”, afirma orgulloso. Los brazos de Kennedy, duros y musculosos, ejercitados a base de levantar el machete, ya no son los de un niño sino los de un cortador de caña en toda regla –acaso los de un cortador de caña infantil-, un niño trabajador, algo prohibido por el Código de Trabajo, la Ley de Protección de la Infancia, dos convenios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y los Tratados de Libre Comercio ratificados por Guatemala.
Kennedy no es el único niño que trabaja en esta finca. Al menos media docena más han escuchado la conversación con curiosidad, riéndose y jugando con sus machetes como cualquier niño juega con lo que tiene en la mano antes de irse corriendo –tímidos- tan pronto han terminado su tarea. No sin antes responder, ingenuos, también, con sus edades, que van desde los 10 a los trece.
Los niños y adultos que rodean a Kennedy pertenecen a una cuadrilla de cortadores de caña de la Finca Flamenco, a 100 metros escasos del casco urbano de la ciudad de Retalhuleu, llamada la Capital del Mundo por los retaltecos por su importancia el siglo pasado en la exportación de café y ahora de azúcar, en el centro de una húmeda y calurosa planicie que nace en las laderas de los volcanes Santa María y Santiaguito para terminar en el Océano Pacífico, en la tierra más fértil del país. El día anterior de conocer a Kennedy, en otra finca, la Finca San Luis, se constató la misma situación: niños, menores de 14 años, en grupo y trabajando.
El trabajo infantil en el azúcar es una realidad, extendida en el tiempo y el espacio, inmune a leyes y que salta a la vista de cualquiera que circule por esta zona del país sin necesidad de realizar una búsqueda profunda. Nadie trata de esconderlo. Desde la misma carretera puede verse.
La finca Flamenco, en la que Kennedy trabaja, es propiedad de un empresario productor de caña llamado Otto Kuhsiek y le vende su producto al Ingenio Pilar, uno de los trece miembros de la Asociación de Azucareros de Guatemala (Asazgua).
Kuhsiek no es un empresario cualquiera: es desde 2010 el presidente de la Cámara del Agro, la poderosa asociación que representa a los finqueros y empresarios del agro del país. Carla Caballeros, su directora ejecutiva, explica que Camagro nació como “el brazo político” del sector agrícola guatemalteco para “garantizar el respeto a la propiedad privada”. De hecho, nació como Asociación Guatemalteca de Agricultores (AGA) en los años cincuenta para oponerse a la Reforma Agraria que impulsaba el gobierno de Jacobo Árbenz. Ahora es la entidad coordinadora de las políticas del sector.
La ley nacional otorga una excepción para el trabajo de menores de edad, siempre que sean “trabajos livianos”. Eso sí, con autorización del tutor y de la Unidad de Protección al Menor Trabajador del Ministerio de Trabajo.
Un Ministerio que, a su vez, se comprometió en 2008 a no otorgar ninguna autorización de trabajo a menores de 14 años y confirma en la actualidad que mantiene la misma política de prohibición categórica de cualquier tipo de trabajo infantil. Aún en el caso de que Kennedy tuviera 14 años y hubiera sido autorizado a trabajar firmando un contrato, cortar y cargar caña a destajo con un machete en jornadas de más de 12 horas diarias y cobrando por tonelada, no sólo dista mucho de ser un “trabajo ligero” sino que constituye, por su dureza física, un ejemplo de “trabajo infantil en sus peores formas”, especialmente prohibido por las convenciones internacionales.
Pero que la Ley y las autoridades lo prohíban no significa que los menores de 14 no trabajen sino que el dislate entre realidad y aplicación del Estado de Derecho es inmenso. Guatemala presenta las cifras de trabajo infantil más altas del continente. Según la Encuesta de Condiciones de Vida de 2006 –último dato oficial disponible– 528,000 niños entre cinco y 14 años trabajan en Guatemala. La Inspección de Trabajo tendría una larga tarea por delante si decidiese cumplir su mandato y abordar casos como el que este reportaje narra.
Edgar Rivera, de 30 años, camina de regreso a casa tras una jornada de trabajo con sus dos hijos, Elvis y Jordi, de trece y 12 años. Para él, lo peor no es que trabajen los niños. Va mucho más allá de eso. A Edgar le gustaría que sus hijos estudiasen, pero no puede permitírselo. Porque ni trabajando ellos, el jornal alcanza para que la familia sobreviva con una cierta dignidad. “Son 20 quetzales por tonelada de caña lo que recibimos. Los niños hacen una tonelada por día entre los dos y, con suerte, yo llego a dos, incluso a tres si me malmato”. Calcula que ese día, entre los tres, han ganado 60 quetzales, US$7.5. El salario mínimo que marca la ley por persona y día en el campo guatemalteco ascendía en 2011 a 63 quetzales por día y es, en 2012 de 68 quetzales diarios.
Óscar Sigüenza, a sus 50 años, nos cuenta que se alimenta casi exclusivamente a base de frijol. “La libra de carne sin hueso sale a 20 quetzales, la de carne con hueso a 14. No puedo pagarla. Tengo cinco hijos con apellido y dos con otra mujer. Hay problemas para comer. Hoy he hecho dos toneladas. 40 quetzales. Serían dos libras de carne para siete bocas, haga la cuenta”.
Juan José de la Cruz no es del departamento pero lleva toda su vida cortando en las fincas. “Cuando comencé en la zafra tenía trece años. Ahora tengo 51. Saque los años que salen, que a mí me cuesta”. Viene de Santo Domingo Suchitepéquez y explica que para ellos, los que vienen de fuera, son 20 días de trabajo continuado en cada ocasión. “Un contratista pone un anuncio en la radio y nos trae. Somos 20 personas que acampamos en la galera de la finca”.
Los trabajadores desplazados a esta finca sí comen carne. Una vez al día. Pero la pagan. En condiciones que parecen propias de hace dos siglos, cuando se institucionalizó Guatemala como país exportador y los dueños de las fincas eran propietarios de la tierra, de los trabajadores y de lo que estos consumían en sus fincas. De la Cruz lo traduce al siglo XXI. “El contratista cobra Q25 por tonelada y nos deja Q20 a nosotros por tonelada. A él le pagamos Q15 al día por dos tiempos de frijol y un tiempo de carne. Para poder regresar a casa con dinero hay que hacer un mínimo de dos toneladas diarias”. Son entre Q500 y Q600 quetzales los que se sacan tras 20 días de trabajo ininterrumpido por una jornada de corte de caña de entre 12 y 14 horas diarias, según los trabajadores y la embajada estadounidense, en campo abierto y a temperaturas que pocas veces bajan de los 30 grados.
(II) La explicación de Otto Kuhsiek
Plaza Pública ingresó sin pedir permiso a la propiedad privada de Kuhsiek para hacer unas fotografías artísticas sobre trabajadores de la caña. En ese momento, no se sabía quién era el dueño de la finca. Ya dentro se descubrió el trabajo infantil. Allí, en una conversación informal entre el empresario agrícola, uno de los reporteros que escriben esta nota y el fotógrafo Rodrigo Abd, se acordó una entrevista formal en su oficina de la capital.
Kuhsiek, copropietario de la Finca, recibe a Plaza Pública en la sede de la Cámara del Agro en un edificio de la exclusiva zona 10 capitalina con total disponibilidad y dispuesto a responder a preguntas cuando menos incómodas respecto a la realidad laboral detectada en su finca. Lo acompaña Carla Caballeros, directora de la Cámara.
El presidente de la Cámara del Agro se define como una persona que trata de cumplir con la Ley: “No conozco las edades de los niños que se encontraban en mi finca, que estaban, en todo caso, en su período vacacional. Usted vio que había una escuela en frente de donde estaban. Y esos niños no son trabajadores, sino que vienen acompañando a sus padres. Son sus ayudantes (…) No soy proclive ni apoyo el trabajo de menores de edad pero hay un contexto social y antropológico determinado en un lugar donde las oportunidades de trabajo son contadas”.
El finquero también pide “romper ese mito que habla de jornadas de trabajo maratonianas y esa presión constante para que trabajen más allá de su capacidad ya que abandonan el trabajo cuando ellos lo deciden. Usted vio que eran las once y habían terminado la jornada después de cuatro horas de trabajo”. A las cinco de la tarde, no obstante, todavía se podían apreciar personas trabajando. La cuestión del trabajo a destajo, cobrar un jornal por tonelada cortada y cargada en el camión es, por supuesto, controvertida. Pero a más cantidad entregada, más jornal, sin un piso mínimo garantizado. Para llegar al salario mínimo, con un salario de Q20 por tonelada es necesario superar las tres toneladas diarias. Para el finquero, la media normal que un cortador puede extraer es de seis toneladas. Los cortadores dicen que a partir de dos o tres es inhumano.
En la finca San Luis, por ejemplo, a pocos kilómetros, los cortadores afirman ganar Q35 por tonelada. Los estándares aplicados por Asazgua para los ingenios parten del salario mínimo como base y contienen un bono de productividad, según sus representantes.
La falta de un salario mínimo, cotización al Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS) o prestaciones para los cortadores es rechazada por Kuhsiek, que pasa la responsabilidad a “la terciarización”. Es decir, a los contratistas que reclutan trabajadores para la finca.
De regreso en la finca Flamenco, escéptico ante la vida e inexpresivo ante quien le pregunta, otro cortador, José Antonio de León, transmite la pésima opinión que sus compañeros tienen de los contratistas. “Toda la vida ha sido así. Si uno le reclama al contratista para que no se quede la paga, ya no lo trae más a trabajar”. De León, que tiene 69 años, quiere retirarse pero no puede. Según él, porque la papelería es demasiado complicada. “Ya trabajaba aquí de patojo con mi papá. Ahora estoy esperando que me llegue la tercera edad para poder descansar. Después de los 60 años, uno ya no puede seguir trabajando, por el cansancio”.
Para los cortadores, no sólo se incumple la edad de jubilación, sino que como explica Luis Haroldo Barrios, de 28 años y con cinco de machete a sus espaldas, la atención sanitaria brilla por su ausencia: “los patrones no pagan por nosotros, suerte tenemos, si cuando nos cortamos, alguien nos lleva al centro de salud. Más nos vale no golpearnos porque si no trabajamos, no comemos”.
Ante la posibilidad de que haya personas trabajando en la finca que han superado el límite de edad para la jubilación, la explicación de Kuhsiek es que “probablemente estén cobrando lo que les corresponde del IGSS y siguen trabajando porque así lo deciden”. Y respecto al seguro social, cuando se le propone a Kuhsiek cotejar la lista de nombres tomados por Plaza Pública en la finca con las cotizaciones realizadas por la empresa, él propone que sea al revés.
¿Si comparamos las listas de relatos del reportaje y de trabajadores inscritos en el IGSS, serán las mismas?, se le preguntó.
“Les digo, mis trabajadores sí tienen IGSS, (pero) el trabajo está tercerizado y puede darse filtración de personas (que no tengan IGSS)”.
¿Y cómo es que la Cámara del Agro exige periódicamente que se aplique el estado de derecho cuando su presidente tiene a niños trabajando en su finca y no paga IGSS a todos sus trabajadores?, se le preguntó.
Carla Caballeros intervino. “No podemos obligar a las personas y a las empresas individuales. En el caso de que cualquiera de nuestros socios no cumpla con el estado de derecho, somos respetuosos (de la ley). Es el Estado quien tiene que hacer que cumpla. Tenemos que implementar los programas necesarios para decirles a nuestros asociados que comiencen a cumplir con el estado de derecho”.
(III) La agroindustria estandarte del país
En este contexto, Guatemala es el cuarto exportador mundial de azúcar y su industria –compuesta por trece ingenios y agrupada en Asazgua– es la más boyante del país. No sólo eso. Ofrece el precio más competitivo de la región y el sector con el máximo rendimiento de toda América Latina y el Caribe a partir de datos de la Comisión Económica para América Latina (Cepal) de Naciones Unidas.
Se trata, además, de una industria que no para de crecer. Según datos del Centro Guatemalteco de Investigación y Capacitación para la Caña de Azúcar, la producción se ha incrementado en un 238 por ciento en los últimos 20 años y su rendimiento ha aumentado un 9.9 por ciento el año pasado. Junto a este rendimiento, y gracias a la subida de los precios internacionales del azúcar, esta industria acumula el 14 por ciento de los ingresos de divisas del país, una cantidad que se ha duplicado a lo largo del último año, siempre según datos de la propia industria.
Eso significa pasar de US$378 millones en 2008 a US$726 millones en 2010, aprovechando que los precios del quintal subieron de US$11 en enero de 2008 a US$28 en enero de 2011. Pese a esto, el precio del azúcar interno casi se duplicó en un año. Y de todas las exportaciones, sólo destinan US$4.5 millones anuales a Fundazúcar, señaló el académico Pablo Franky en una columna en Plaza Pública.
El crecimiento y beneficios azucareros no se distribuyen ni permean los diferentes niveles productivos implicados en su consecución. Las relaciones laborales que se encuentran en la base del sistema agrario parecen –en algunos y muy representativos casos por la relevancia de quien las desarrolla–- estancadas en el pasado. Asazgua asegura que los 33,000 cortadores directamente relacionados a sus trece ingenios reciben el salario mínimo más bonificaciones por productividad. Es decir, unos Q3,500 al mes. Además son hospedados en complejos habitacionales, con alimentación incluida. Asazgua diferencia a azucareros de cañeros. Argumenta que los segundos son los productores de caña, y los primeros, los que producen la caña y la procesan para convertirla en azúcar. Los que están fuera de los ingenios, los que trabajan para los cañeros visitados, pueden recibir la mitad y sin prestaciones.
Los exportadores de azúcar están exentos del pago de Impuesto al Valor Agregado y únicamente tienen que pagar el Impuesto Sobre la Renta (ISR, que puede tener deducciones) y las prestaciones de IGSS, durante seis meses del año para los cortadores, el tiempo de la zafra.
Los responsables de Asazgua, la organización que agrupa a los trece ingenios del país, son conscientes de la existencia de casos en los que las leyes laborales sobre trabajo infantil y seguridad social no se cumplen y no lo niegan. “El caso que nos cuentan es de cañeros, no de azucareros. Ellos son proveedores y no son parte de Asazgua”. Balones fuera y tema zanjado.
María Silvia Pineda es la directora de Responsabilidad Social Empresarial (RSE) de los azucareros guatemaltecos. “Sabemos que hay comportamientos que deben ser sistematizados y, sin justificarlos, se trata de prácticas que no sólo existen en Guatemala sino en muchos otros lugares del mundo. No están bien, pero es evidente que existen”. La industria guatemalteca del Azúcar se “desvincula categóricamente” del trabajo infantil, aunque se abstiene de calificar como tal lo descrito de la finca de Kuhsiek. “Asazgua no califica como explotación infantil las prácticas detalladas (…) Una acusación como la implícita a este reportaje no nos compete. No somos quién para hacerlo (denunciarlo), pero nos comprometemos enfáticamente a accionar para que comportamientos como estos no sucedan”, cerró Pineda.
Se le preguntó si dejarían de comprar caña al presidente de la Cámara del Agro. “No”, fue la respuesta. “Asazgua respeta las relaciones bilaterales de los ingenios con sus proveedores. La política de la industria respecto a los empresarios que les suministran será de incentivos y no de castigo, tratando de mostrarles a los cañeros las ventajas de las cosas bien hechas y de fomentar un cambio de conducta que venga del conocimiento, la actitud y la práctica”. Pineda aseguró que los ingenios únicamente compran el cinco por ciento a proveedores externos, como el caso de Kuhsiek.
A pesar de la diferenciación hecha por Pineda, Asazgua y los cañeros no son dos entes paralelos y aislados entre sí que no se crucen nunca. Ambas son parte de la Cámara del Agro. Y Otto Kuhsiek es su proveedor y es su presidente.
Global Compact es una iniciativa liderada por las Naciones Unidas que promueve la Responsabilidad Social Empresarial. No distingue para el cumplimiento de estándares mundiales entre productores y proveedores: “Si quienes proveen de insumos a una industria determinada presentan dudas de manera persistente respecto de su cumplimiento de los estándares declarados, el compromiso de esa industria con la ciudadanía y la Ley se verá seriamente desacreditado”.
(IV) Un problema antropológico
La explicación real de la pervivencia del trabajo infantil es mucho más compleja que la existencia de vacaciones escolares o el niño que ayuda a su padre.
Pese a la voluntad expresada sobre el papel y de palabra, Asazgua no parece muy ágil cuando se trata de dar pasos hacia los hechos. Para Silvia Pineda, lo primero es comprender su historia reciente. “A principios de los años 80 decidimos que era necesario cambiar ciertas prácticas de contratación. Con arreglo a la Ley, pero también con un manejo antropológico. Lo que sucedió en aquel momento fue una migración conceptual que deja de considerar el trabajo infantil como una ventaja económica”.
En 1994 los ingenios azucareros comenzaron a explicitar que dejarían recibir como trabajadores a los hijos, menores de edad, de sus empleados. “Piensen que entonces Guatemala ni siquiera había firmado la paz. Avisamos con tiempo y en el año 2000 implementamos institucionalmente el Trabajo Infantil Cero”. Una política que una década más tarde no ha sido totalmente implantada y que sigue viendo cómo los ingenios reciben caña producida por el trabajo infantil.
Según su versión, “eran los cortadores cuando se les informaba de que no podrían trabajar los niños los que presionaban y amenazaban a los ingenios con quemar los cañales o, peor aún, incluso con no ir a trabajar, argumentando a su vez que se les estaba negando el derecho al trabajo”.
Cuando se le preguntó a Kuhsiek si en alguna ocasión trató de erradicar el trabajo infantil en sus fincas y si se ha encontrado con dificultades en ese sentido, coincide con la explicación dada por Asazgua de una manera un tanto compleja.
“Las fincas son lugares permeables donde es fácil que se produzcan incendios, digamos, accidentales”. Su directora ejecutiva le corrige: “no son incendios accidentales sino intencionados”. Continúa con la explicación de que un niño, con un fósforo, en una travesura, puede prenderle fuego a la caña, algo que puede ser muy peligroso por su cercanía con el núcleo urbano, a cien metros de la finca.
Le preguntamos si está tratando de decirnos que son los niños o sus padres quienes podrían sabotear las cosechas, incendiándolas si se impide trabajar a menores. Y sugiere que sí. La quema de los cañales da más trabajo porque hay que recoger la caña quemada. “Se sabotea la producción quemándola antes del corte y así se obliga a contratar más personas”, concluye el empresario.
La explicación dada por Kuhsiek coincide con la versión de Pineda.
En esta visión empresarial, ese “problema antropológico” los convierte en víctimas. Los propios trabajadores eran –y son– culpables de obligar a los empresarios a contratar niños, aún contra su voluntad manifiesta de erradicar el trabajo infantil.
(V) Las visiones enfrentadas de finqueros y cortadores
Más allá de ausencias del estado de derecho y manejos antropológicos propios de Guatemala, las visiones del mundo son contradictorias dependiendo de con quién se hable o qué fuentes se consulten.
Urbano Ortega, tiene 38 años y aparenta 60. Es capataz de una cuadrilla de cortadores y reconoce lo complicado que es conseguir cualquier mejora laboral, diga lo que diga la ley. “A veces nos paramos todos aquí en el monte, nos reunimos y vamos a hablar con el patrón. Le hablamos bien, como se debe hablar, con educación, y le pedimos un poco más de jornal. Pero no nos escucha. Hace tres años que ganamos lo mismo”.
Lo que Rivera y Ortega cuentan respecto a sus ínfimos salarios coincide y es apoyado, sin que ellos lo sepan, con la información extraída del Informe de Desarrollo Humano elaborado por el PNUD (Plan de Naciones Unidas para el Desarrollo) que muestra cómo durante el año 2011 Guatemala ha visto que su Renta Per Cápita no sólo se estancaba sino que se reducía en US$567 respecto al año 2010.
Ortega, como todos los trabajadores de la zafra, sabe que en los ingenios azucareros no hay sindicatos que puedan incidir o, al menos, tratar de negociar las condiciones de trabajo. Fueron disueltos. En Guatemala, según datos de Asazgua hay 33,000 cortadores de caña y 65,000 trabajadores en el conjunto de la industria azucarera. Y ni un solo sindicato. La historia puede leerse de diversas maneras.
Para Pineda, “no es que no se permitan los sindicatos, es que no son necesarios porque se ha llegado a una situación de confianza tal entre trabajadores y empresarios que nadie quiere arriesgarla”. De hecho, la patronal del azúcar afirma pagar, de media, un 64 por ciento más que la cantidad marcada por la Ley como salario mínimo. Para reforzar este dato utiliza una estadística más propia, quizás, de regímenes totalitarios, y que muestra “un 98 por ciento de satisfacción entre los trabajadores” y “un 86 por ciento de regreso al mismo ingenio entre una zafra y la siguiente”. En gobiernos como el norcoreano o dictaduras africanas también se hacen plebiscitos con casi porcentajes absolutos de aprobación.
Por eso, cuando se le pregunta por qué no se permite el ingreso de periodistas debidamente identificados a las fincas, responde que “aunque no lo sé en este caso, imagino que el argumento puede ser porque es necesario evitar que nadie llegue de fuera a azuzar a los cortadores”.
La Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) de Naciones Unidas relató lo sucedido a los últimos que trataron de azuzar, desde dentro, a los cortadores de caña y la secuencia histórica que lleva a la disolución de los sindicatos en la Costa Sur, y en este sector productivo, el azúcar.
En marzo de 1980, 70,000 trabajadores ocuparon todos los ingenios azucareros del país en demanda de mejoras laborales y las consiguieron. Para comprender la fuerza de aquellas reivindicaciones, un ejemplo: el 50 por ciento de los cortadores del Ingenio Pantaleón, el más importante de la zona, estaban entonces sindicalizados. Apenas tres años más tarde, en noviembre de 1983, tres de los cinco miembros del Comité Directivo del Sindicato del mismo Ingenio fueron secuestrados. Sus cuerpos nunca aparecieron. Se les acusaba de tener contactos con la guerrilla. En 1984, todos los trabajadores que tenían algún tipo de relación con un sindicato fueron despedidos del Ingenio.
En los tres años que fueron desde la Gran Huelga de 1980 a la disolución de los sindicatos a principios de 1984, 23 sindicalistas del azúcar habían desaparecido en la Costa Sur de Guatemala. La CEH “adquirió la presunción fundada de que los líderes y asesores sindicales del Ingenio Pantaleón fueron detenidos y luego desaparecidos por agentes de seguridad del Estado o por particulares que actuaron con su tolerancia o connivencia (...) Esta conclusión se refuerza por la consideración de los vínculos que el sector patronal mantenía con las fuerzas de seguridad (...) y su colaboración con la política estatal de desarticulación del movimiento sindical que incluyó la eliminación de muchos de sus líderes”.
(VI) A falta de sindicatos y estadísticas, los informes de la Embajada
El cable diplomático 08GUATEMALA693, fechado en junio de 2008, corrobora el descubierto por Plaza Pública sobre el terreno, y denomina al sistema de corte a destajo de la caña de azúcar como “Trabajo forzado y explotación infantil”. Un sistema basado en que “las empresas establecen rigurosas cuotas diarias que son humanamente imposibles de cumplir en condiciones legales”.
Según el mismo documento, firmado por James Derham “el trabajo infantil se encuentra ampliamente extendido pese a que las empresas azucareras lo niegan”. El cable de la embajada estadounidense va más allá y señala también que “la amenaza de despido para todos aquellos que no cumplan sus cuotas funciona como una manera de trabajo forzado” y añade “eso provoca jornadas de trabajo de no menos de 12 horas diarias y el uso generalizado de drogas por parte de los trabajadores para tratar de aumentar su rendimiento”.
En la Finca Flamenco los cortadores lo confirman. “Tiamina y pastillas sin sueño”, como las llama Leonel Hernández, de 24 años. “El cuerpo se malenseña y pide más, pero sólo drogado llega uno a las cuatro toneladas cortadas”.
Si durante los años 80 el mecanismo utilizado por los ingenios azucareros para terminar con las demandas de los cortadores fue el uso selectivo de la violencia en coordinación con las fuerzas de seguridad del Estado, en la primera década del siglo XXI las relaciones laborales de explotación son posibles gracias a dos mecanismos.
Uno, comprar la caña a proveedores que no cumplen los estándares, y dos, “la existencia de un extendido sistema de corrupción que les permite violar las leyes existentes”. La fuente de una afirmación tan sensible es también la Embajada que, en el cable 09GUATEMALA1102, fechado en octubre de 2009, complementa lo explicado un año antes respecto a la industria azucarera. Acusa a los empresarios de violación rutinaria e impune de las leyes laborales y de no tomarse en serio al Ministerio de Trabajo refiriéndose también a un sistema de Inspectores de Trabajo abiertamente insuficiente, frecuentemente corrupto y a un sistema judicial que favorece a los empresarios. Para terminar, explica que “los trabajadores no tratan de ejercitar sus derechos ya que saben que perderán sus posibilidades de empleo si lo hacen”.
(VII) La estrecha puerta de salida
La salida de este círculo de ilegalidad y atraso no parece fácil. Los estudios de primaria que harán los niños trabajadores difícilmente les permitirán acceder a un mejor empleo. Guatemala es el país con peores índices de América. Mientras la media de años de escolaridad en el continente es de 7,78 años, en Guatemala es de 4,14 años según el Índice de Desarrollo Humano del PNUD. Al igual que sucede con las cifras de trabajo infantil o la evolución de la renta per cápita, en el indicador educativo el país también ofrece los peores resultados del continente americano.
Respecto a la posibilidad de cambiar de trabajo, Pedro Luis O., de 15 años, responde realista, sin mucha esperanza y con no poca vergüenza que “en el pueblo le piden a uno que sepa leer y escribir”. Pedro, sin saberlo, ve cómo la estadística apoya su historia.
A Kennedy, el niño de trece años lo que más le gusta de su tarea es pelar un trozo de caña con el machete y chuparla, como si fuera uno de esos dulces que venden en las tiendas, envueltos en papel. “Aquí es gratis, no hay que pagar por el dulce. Dicen que de aquí sacan el azúcar pero yo todavía no lo he visto nunca”.
Con menos inocencia, su tío Basilio Ortega, de 38 años, se resigna. “Está bonito el trabajo porque cuando no hay trabajo, no hay dinero ni comida”, masculla entre dientes.
En tanto, movido por el reportaje “y otros factores personales y empresariales”, Kuhsiek anunció en la entrevista que dejará de vender caña al ingenio para arrendarles su finca a los azucareros.
Asazgua no lo sancionará ni dejará de comprarle. Ni lo investigará. Fiscalizarlo, claro, no le compete a ellos. Es sólo función del Estado.
Comentarios
Publicar un comentario